Algunos en Televisión Española le conocen como el Georgie Dann de las exclusivas, por asumir como propia la inmediatez ajena, otros le bautizaron como Gerardo futbolero por considerarle, con el decálogo del gremio en la mano, el peor periodista deportivo de España y yo he decidido que hoy voy a manchar la tinta de mi blog para presentarles a José Pedrerol, el tipo que se cansó de ser pobre y perdió la “P” de su nombre.
Resulta tan extraño llamar Josep a un catalán tan alejado de Cataluña y a un culé tan dañino para el Barcelona que parece más coherente renombrar a Pedrerol con un castizo José. A veces me pregunto qué queda de aquel joven periodista que desafiaba en los años noventa a los personajes más poderosos del fútbol español. Era incisivo como un bisturí y temido como un infarto, consiguió convertir el palco de cualquier estadio en la zona cero de su propio huracán. Allí dónde acercaba su afilada figura se mascaba la tensión y la tragedia. Pedrerol no hacía distinciones ni prisioneros ante el catálogo de personalidades porque en Canal Plus le habían encargado una labor: Encontrar la verdad entre un ejército de mentirosos. Hizo de los descansos dominicales otro motivo de expectación en los partidos, convirtió su micrófono en un arma rígida como el acero y fría como una espada.
Canal Plus ejerció su derecho al honor y le vetó de su historia, porque para asociar su trayectoria a la palabra seriedad ya no hubo un “día antes” y difícilmente habrá un “día después”. De aquella época ya no queda ni el polvo de los recuerdos, mutilados como la letra “P” de Josep. Ahora, en su retiro profesional remunerado, prefiere pasar la madrugada incordiando a la parroquia culé porque es más sencillo insinuar que investigar e imaginar que indagar. Se ha convertido en un francotirador descontrolado de jugadores blaugranas, en un fumigador asalariado de la grandeza culé, un asesino selectivo de reputaciones que perdió involuntariamente la excusa anacrónica de hacer un programa tan ridículo por falta de medios. Las noches de nitro se han transformado en una orgía de manipulaciones disfrazas por un tipo despojado de la más mínima sensibilidad. Un templo del mal gusto decorado con sonrisas de porcelana cuya existencia obedece al único objetivo de hacer rabiar a unos y hacer reír a los demás. El único programa del mundo donde el presentador no mira a la cámara, sino que la cámara le mira a él. Ha construido el paraíso del fanatismo blanco sobre las ruinas de un hipotético infierno culé.
Todas las noches se coloca bajo un foco rodeado de viejos sicarios sin alma que venden su sentido común por un mísero porcentaje de la audiencia. Los jóvenes tertulianos ya no tienen perdón de dios porque como la muerte, lo único que no tiene remedio es la pérdida de la inocencia. El saco de piedras lo cargarán de por vida. La desventaja cualitativa y cuantitativa convocada en el plató enfrenta a neutrales desmotivados y a barcelonistas decorativos en una lucha programada contra madridistas incontrolados por suavizar el cataclismo culé, bajo la atenta batuta del moderador desbocado.
Pedrerol, el hombre que se cansó de ser pobre, el pluriempleado de la mala fe que ameniza la sobremesa diurna madridista con un producto tan sumamente decadente que si fuese comestible haría vomitar a cualquiera con un mínimo de paladar. Despojado de falsos aduladores al mediodía, el descaro no es el mismo pero la herida por ser sibilina es mucho mayor. Un informativo deportivo tan dañino como su discurso no debería estar permitido en un horario infantil. Pedrerol rescata de la noche para exponerla de día, su catedral de maniqueísmos donde los blancos regresan al cielo bañados en Channel y los culés aún deambulan por un infierno putrefacto. Un sitio donde la envidia, el rencor, las mentiras y el injusto ajuste de cuentas no dejan hueco para el decoro. Ni los ridículos datos de audiencia consiguen apartarle del camino.
No hay descanso para aquellos peregrinos atrevidos a caminar por la tierra del infiel que ha diseñado un hostal donde solo pernoctan los fanáticos, un escaparate a la vista de todos para zapeadores nerviosos, el bar de la esquina de un dueño con mala leche que reúne todos los vicios a evitar en el periodismo, en el deporte y en la vida. No tengan miedo, observen sin temor el expositor transparente de las vísceras blaugranas. Todos los días hay entierro a las tres, aquel féretro que se pasea por la Sexta contiene sus restos mortales y Pedrerol cansado de ser pobre y de la “P” de su nombre actúa por mandato divino de un ser superior como único oficiante.
