En una escena de la mítica Sin Perdón, el asesino de mujeres y niños, William Munny, entra hecho una furia a la cantina y dispara, a quemarropa y con crueldad, al barman. El sheriff Little Bill le reprocha cómo ha sido capaz de abrir fuego sobre un hombre desarmado. Munny responde: ‘Debió haberse armado cuando decidió decorar su bar con el cadáver de mi amigo’. Carlo Ancelotti, el tipo al que algunos querían poner en la frontera nada más perder en Liga ante el Atlético, el señor elegante al que afean que no haga ruido, entró hecho una furia en el Allianz Arena y disparó, a quemarropa, sobre un contrincante desarmado. Alguien preguntó cómo el italiano de la ceja había sido capaz de abrir fuego sobre un Bayern desarmado. Él respondió que el Bayern debió haberse armado cuando decidió decorar los periódicos con declaraciones de Breitner, Rummenigge y Guardiola.
En las últimas horas se anunció un incendio forestal en Múnich. Bingo. Ancelotti llevó las antorchas y Ramos prendió la chispa adecuada. A los veinte minutos, el Allianz ardía por los cuatro costados y el Madrid, en modo William Munny, sellaba su pase a la final después de incendiar el área del Bayern con una superioridad tan aplastante como inesperada. El gigante bávaro era una mancha roja deforme, un pelele en manos de un Madrid rocoso en defensa, relampagueante al espacio y con la mano de piedra. Ancelotti pidió en la previa que su equipo no fuese tímido. Y sus hombres, empeñados en perseguir el santo grial de La Décima, se lo tomaron a pecho. En un alarde de personalidad, de autoridad y buen fútbol, el Madrid hizo volar por los aires la presunta superioridad muniquesa.
Ancelotti encontró la piedra filosofal para que las estrellas funcionen como un equipo sólido y cuadró el círculo clonando un planteamiento que le sienta al Madrid como anillo al dedo. El 4-4-2 (esta vez con Bale por Isco, y con el galés defendiendo con compromiso en cada cobertura) funcionó a la perfección. El Real ya no es un conjunto de tenores donde cada uno canta lo que le da la gana. Generoso en el esfuerzo, parapetado atrás y letal con espacios, el equipo blanco atropelló a su contrario. A pelota parada, Ramos descorchaba el partido. El Madrid trabajaba y los alemanes dudaban. El martes de Ramos llegaba minutos después, con otro cabezazo made in Kaiser en casa de Beckenbauer. El Madrid jugaba, los alemanes miraban. En pleno guateque blanco, la BBC se animó a pasar la ITV. Primero avisó Di María, más tarde Bale y finalmente culminó Cristiano. Decimoquinta muesca del curso en Champions. El 0-3, el tiro de gracia para lo que quedaba del Bayern. El único lunar de la noche, Alonso, que veía una amarilla ingenua que le condena a perderse la final.
En el segundo acto, más de lo mismo. El pescado vendido y los alemanes, con obligación mortal de tratar de maquillar un marcador escandaloso. Ni de eso fueron capaces. Entre otras cosas porque el Madrid no hizo ni una concesión al deseo teutón. Siguió apretando los puños, se mantuvo solidario y fue un tiro a la contra. Suficiente para desfigurar aún más el quiero y no puedo de un Bayern reducido a su mínima expresión. Casillas apenas tuvo que hacer un par de paradas. El Allianz penalizó con pitos la insoportable levedad de su equipo, irreconocible, y acabó aplaudiendo a Cristiano, devorador de goles y estadística humana, que cerró la cuenta blanca rubricando su dulce decimosexto tanto. Su gol fue la rúbrica de una goleada inolvidable y el epitafio inesperado de un triunfo que pasará a los anales de la dilatada historia merengue. El Real era William Munny. 0-4. Sin perdón. El fútbol, que no tiene pasado y es presente, dejó su verdad: el favoritismo se demuestra en el campo.
En el verde, tres cuestiones indiscutibles: primera, que este Bayern tiene la tripa llena y este Madrid tiene hambre de gloria; segunda, que en el fútbol hay muchos estilos, todos legítimos, de jugar e intentar ganar, pero ninguno de ellos sirve si los jugadores no corren y van andando; y tercera, que quien descuida la suerte del balón parado, se pega un tiro en el pie. Como dijo Guardiola, al que muchos tirotearán con saña ahora que ha caído -saliendo de ese refugio nuclear donde llevaban cinco años escondidos-, la diferencia entre dos equipos de nivel similar siempre está en el deseo. En ese apartado, más allá de los estilos, de las pizarras y del acierto o error en los jugadores, el tamaño del deseo de unos y otros fue el día y la noche. El Madrid jugó los noventa minutos con un corazón del tamaño de un melón. El Bayern, displicente, tuvo un corazón del tamaño de un guisante. El Madrid de Ancelotti, superior en corazón y fútbol, estará en Lisboa. Tiene La Décima a centímetros.
