Más de la mitad de los seres futboleros respirará aliviada. Los ultras menguarán sus ansias, sus rabias dejarán de serlo. Sus iras, pancartas y sentencias girarán a otras latitudes, como la paz, por ejemplo.
Aquel día se entenderá, por fin, que las enemistades lastran más que refuerzan, que los derbis son para el disfrute y no para la batalla campal, que los clásicos solo son para hacer bellas las escenas de la historia, que los récords son para romperlos, batirlos y, sobre todo, para compartirlos.
Se entenderá también que la humildad es madre de todas las bondades y la soberbia de los vicios. Que el deporte nos trajo a este mundo cosas tan sublimes como un balón (no de oro sino de trapo), un triunfo, una derrota, una competición, un equipo de pueblo, otro de barrio, un utillero, un speaker, una afición, una lágrima de emoción.
No les cuesta nada ser amigos de verdad, ni a ellos ni a otros cracks que tampoco hacen buenas migas. No les cuesta nada hablar bien del otro, sentirlo, creerlo. No cuesta nada aceptar y pregonar la genialidad, el malabarismo, la destreza, el crackismo del otro. No cuesta nada porque la amistad se reparte gratis y a granel.
Son compañeros de trabajo, de profesión y de Liga, pero fundamentalmente son hermanos de sueños, los mismos que, cuando pequeños, tejían imaginándose, cada uno en su mundo, regateando rivales, rompiendo redes, amasando pases, levantando aficiones.
Aquel día, en Kabul o Tegucigalpa los chavales en lugar de comprarse la diez del Barça o la siete del Madrid, tal vez vayan a la librería del barrio en busca del mejor libro. Tal vez.
