Le pasó a Valdés de aquellas formas inverosímiles, le pasó a Jesé que sigue preguntando, por qué dios mío, por qué. Le pasó a Cristóforo hace unos días. Le pasó a un jodido Villa que aún respira el olor a desgracia en sus botas. Le pasó a un buen Falcao que derrochaba más que sudor en cada balón dividido, a Casillas y su mano maldita. A Canales, tan joven, bueno y sutil que tuvo que sorber de la desdicha por partida doble y comerse parte de sus sueños y mocedad.
Qué sabían ellos de su suerte, qué saben ellos de la mala leche con la que juega la vida según qué tarde, o según dónde. Qué saben ellos de lo cabrona que es la vida cuando invade con sus vicisitudes, olor a estiercol, a sin papeles, ninis o parados de larga duración. Saben poco o muy poco, sin embargo, han naufragado junto a su dolor y frustración como todo humano de a pie.
Jesé, inundado de optimismo, anuncia que volverá como mejor jugador y aún mejor persona y claro, luego nos percatamos que los quirófanos, aquellos antros donde vemos y olemos mucho más cerca la otra vida que la nuestra, son los que nos hacen decir estas cosas no sé si para bien o para mal.
No es por no creer en ellos, que les creo; no es por no saber más de ellos ni por darles un abrazo, pero la crudelísima experiencia, las ciencias médicas y la ley infalible de la somatización los hacen volver, sí, pero con ese algo de menos que tanto les sobraba. Es natural.
Son las estocadas que joden, que hieren, que retiran. Estocadas letales que se incrustan bajo la piel junto, muy junto a la cicatriz y no deja al más genio, al más diestro, al más regateador, hacer aquello que siempre quiso hacer, aquello por lo que vino al mundo y soñó.
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