Podría ser el inicio del final. Del Barça entero, de toda esta generación bienhechora, de toda esta estirpe del toque, de las cuatro quintas de la destreza, de esta Masía fulgurante, de este sueño culé.
Si habríamos de cuantificar los títulos ganados por Carles Puyol, si sumaríamos sus gestas, sus remontadas, sus goles de fiera, sus tronos bien llevados, sus copas levantadas y todo aquello que hizo grande al Barça, situaríamos al capitán en la cúspide de la estadística deportiva y tal vez en la gloria perpetua.
Pero todo esto no es lo único que nos hizo devotos de Carles. Lo que en verdad cuenta de Puyol es lo que hay y hubo dentro; dentro suyo, dentro del vestuario, dentro de cada entreno suyo a brazo partido, dentro de su hogar, su pueblo, dentro de su sangre, su querencia y dentro muy dentro de su amor por la tierra y club.
Lo que cuenta son sus heridas, su azul bien llevado, su grana latente, su cabellera de guerrero imbatible, su sed de hazañas. Lo que en verdad cuenta es todo aquello que le vimos en más de un partido y mil batallas; cuenta su respeto solidario al no hacer de la jactancia un eslogan, su sensatez por no empobrecer el espectáculo y las ruedas de prensa, su anonimatismo a la hora compartir el pan, el vino y aquello que no se ve ni se cuenta.
Si un de estos día Carles se va o es invitado a marchar, si un día de estos prepara las maletas e inventa destinos, algo del orgullo catalán se habrá resquebrajado. No es cosa de Bartomeu, tampoco de Rosell, mucho menos de Artur Mas. Ni siquiera son los años que los lleva muy bien o las edades inoportunas que se tornan impacientes. No.
