El mejor momento de cualquier hombre o grupo de hombres, su logro más memorable, llega cuando, tras entregar su voluntad y su esfuerzo en favor de una causa, consigue encontrar su paz interior después de darlo todo en el campo de batalla. Exhausto, pero orgulloso. Muerto, pero satisfecho. Fatigado, pero todo cuello. Así salió el Atlético de los cuartos de la Champions, sabiendo que la medida de lo que somos es lo que hacemos con lo que tenemos. Simeone, el líder del Atlético, la autoridad moral número uno de la hinchada, pidió que retumbase el piso e interpretó que, para pasar, había que llevar el choque a su terreno, al mundo de las emociones. Al corazón y la actitud. Y allí, en territorio comanche, apareció la esencia del Atlético: “Pasión, trabajo y humildad. Y si hay que sufrir, se sufre”. Sí, amigos, un equipo es un estado de ánimo, y a veces eso vale para ser campeón.
Dicen que un viaje de diez mil kilómetros empieza con un solo paso. El primero fue de Cholo y al viaje se apuntó un grupo que recuperó su autoestima, y que pasó de estar a cuatro puntos del descenso, a colocarse a tres partidos de ganar la Champions. Cholo heredó un muerto y devolvió un campeón. El Calderón es templo de religión fanática, el cholismo, un fenómeno transversal que cuestiona el poder establecido. Una utopía que está alborotando el gallinero. Sí, este Atlético es un equipo denso, como la trama de True Detective, que necesita que el espectador viva en un carrusel de sobresaltos, con los sentidos alerta. Sí, posiblemente el Atlético, como la serie de HBO, no es para todos los públicos. Pero ¿a quién le importa? Eso podría aplicarse al juego y la estética de un equipo, pero el Atlético es más que eso, es un estado de ánimo. La memoria creó el tiempo, para cultivar las cosas que matará, pero este Atlético del Cholo sobrevivirá, trascenderá. No juega, emociona. La prueba no está en el balón, sino en el mensaje de Don Gabriel Fernández, el secreto de una pasión inexplicable: “Estamos en el mejor momento de nuestras vidas”. Su profecía de se hizo carne. Ni cansancio, ni miedo. Sólo ilusión. La de un equipo que, como reza su mítico himno, pelea como el mejor. No lo es, pero lo parece.
Los jugadores del Atleti no parecen campeones, pero Simeone les ha convencido de que lo son. Y Cholo, como ocurre con el personaje de Rust Cohle, tiene asumido quién y cómo es, y convive con los monstruos que le rodean (los dos de siempre y sus aparatos de propaganda) y con los que lleva dentro (el fatalismo, el Pupas). El ruido, para otros. Las medallas, para otros. El trabajo bien hecho, para él. Sí, señores, este Atleti tiene sello de True Detective. Cuando el Cholo se marche, como en la magistral serie, habrá más temporadas, cambiará el reparto y probablemente, también cambie la historia, pero jamás volverá a existir una metafísica similar al sentimiento instaurado por Simeone. En la contracultura del cholismo no importa lo que fuiste, sino lo que eres. No cuenta qué conseguiste, sino lo que consigues. El favoritismo no se mide en los periódicos, ni en las tertulias nocturnas, sino en el campo. Solidaridad, pertenencia, camiseta. Fe y tribu.
El partido. El Atlético fue fuego, tuvo un plan preciso y jugó con el corazón del tamaño de un melón. El Barça fue un témpano de hielo, no tuvo plan y tuvo el corazón del tamaño de un guisante. En un ejercicio coral memorable, en comunión con su colosal hinchada, el Atlético ofreció un festival de intensidad hasta atropellar lo que queda de la herencia de Guardiola. Sin su artista (Arda) y sin su bestia (Costa), el Atlético apeló a su bloque. Otra vez, metafísica del cholismo: Nada ni nadie por encima del equipo. Con sangre en el ojo, la tribu se puso en fila de a uno. Si Cholo ponía la mano en el fuego por Adrián, inédito en seis partidos, la afición caminaba sobre brasas por el asturiano. Dicho y hecho. Adrián puso toda su vida en el campo, se marcó un partido brutal y formó una dupla endiablada con Villa. En modo vendaval, el Atlético desarticuló al Barça. Presionó arriba como un poseso, cerró las bandas con firmeza, achicó balones con aplomo y descargó contragolpes eléctricos. El ciclón pasó por encima del Barça, víctima de una furia desatada.
Un gol (Koke) y tres remates a los palos (Adrían y Villa, en dos ocasiones) demostraban que el favoritismo vende en el papel cuché, pero presta más en el campo. El césped, por cierto, era una alfombra. Y en ese tapete, el Atlético le dio una soberana lección de entrega, actitud y arrojo a un Barça lánguido. Sin Costa pero con casta, el Atlético llevó la contienda al poder de las emociones, la gasolina del corazón. En lo bueno, la máquina de competir disfrutaba de su fútbol. En lo malo, hacía un espectáculo de su propio sufrimiento. Uno juega como entrena y en este Atlético, los entrenamientos convalidan con un par de meses junto a los cascos azules de la ONU. Entre el arte de la guerra y la motivación como estrategia, la realidad del trabajo bien hecho: cuanto más sudes en cada entrenamiento, menos sangrarás en la batalla. Verbo de Simeone: “Las grandes batallas no siempre las ganan los mejores, sino quienes más luchan y mejor las plantean”. Amén.
Al otro lado de la ventanilla, un Barça con ramalazos de equipo pretérito, que no mereció voltear el partido. Sin noticias de Messi – corrió un kilómetro más que Pinto (¿?)-, con Xavi apagado e Iniesta ausente, Neymar no pudo enderezar una noche que nació torcida. En retaguardia, Alves y compañía eran abrasados por los bombarderos atléticos, sedientos de gloria. En el tramo final, cuando el Atlético replegó y bajó el pistón para atrincherarse, el Barça envió un mensaje inclasificable: por ejemplo, prescindir de Iniesta cuando aún faltaba tiempo para un último arreón. Después del baile al que el Atlético sometió al Barça por toda la pista del Manzanares, tiempo de reflexión. A lo Pepe Isbert: Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación y os la voy a dar. Martino ofreció la suya. Asumió que era un fracaso personal. Xavi vio otro partido, el que suele ver si no gana. Su afición, en cambio, protagonizó una lección de elegancia, aplaudiendo a la hinchada rival y reconociendo los méritos del Atlético. De fondo, una marea humana aclamaba al Rust Cohle que cruzó el charco para devolver la gloria perdida al Atlético. Y como La Demencia con Los Toreros, el respetable pedía que sus ídolos volvieran a la cancha para rendir tributo. Y volvieron. Y juntos, cantaron. Cholo y 55.000 almas entregadas. Amor a primera vista. Ole, ole, ole…
La causa atlética es un cuento hecho realidad. Esa la causa del que iguala el presupuesto con corazón y nivela derechos de televisión con ilusión. La del que no pide permiso para ganar, sino que se lo gana. La esperanza del que combate por tener las oportunidades que disfrutan los poderosos y por supuesto, la causa que desprecian los agoreros que llevan meses pronosticando una caída rojiblanca que no se produce. El Atlético, el equipo que decían que se iba a caer, resiste. Y otros, los que iban a resistir, se están cayendo. Algunos se reían del Atlético. Ahora ya no se ríen. Sí, el Atlético no ha ganado nada, no puede bajar la guardia y queda un mundo por delante. Pero no es un equipo, es mucho más que todo eso, es una pasión inexplicable, un sueño hecho realidad, un estado de ánimo.
