"Enciendan velas en casa y llamen al cura, que vamos a ir como locos para delante”. La penúltima frase antológica de Germán Burgos dio paso a una montaña rusa de emociones con dos equipos de estilos tan opuestos como legítimos. El Barça, con la pelota. El Atlético, sin ella. Simeone diseñó al milímetro su plan: primero, enjaular a Messi con un sistema de ayudas solidarias; segundo, sellar los pasillos de seguridad del juego interior culé; y tercero, sacar petróleo de cada pelota en profundidad, usando los espacios como arma. El árbol carnal del Cholo se aplicó en la tarea: buscó arriba, presionó y asfixió. El corazón le salía por la boca y el nerviosismo se apoderó del Camp Nou. Villa perdonaba, Piqué se lesionaba y Pinto arrancaba lamentos de la grada. Cholo quería que su equipo fuese molesto y lo consiguió de inicio. La prueba del algodón: el primer remate a puerta del Barça, un equipo con un talento infinito, llegaba en el minuto 23. El Atlético le había vulgarizado.
Con la tribu atlética encendiendo velas en casa, caprichos del destino, sucedió. La Bestia se llevó la mano al muslo y pidió el cambio. Sin Costa, el Atlético parecía un toro afeitado. Más manso. Partido nuevo. Los hados condenaban al Atlético a pegarse con el Barça en una cabina de teléfono, pero con una mano atada a la espalda. Fatalidad. Un drama para cualquiera, menos para el Atlético, un equipo en toda la extensión de esa palabra. Sin velocidad, Simeone rediseñó su plan, juntó líneas y siguió insistiendo en la presión. Miranda y Godín sostenían la moral de la tropa. Gabi apretaba la salida del rival, el equipo se juntaba en campo propio y salía con veneno. Reinventarse o morir. Y el Atlético quiso morir ganando. Villa, de nuevo, lo tuvo en sus botas. Pinto, esta vez, salvó a su equipo. El Barça tenía el monopolio de la pelota, pero su rival había tenido las dos ocasiones más claras.
En el segundo acto, el Barça, inocuo, pecó de retórico y perezoso, porque no robó balones donde realmente hace daño, arriba. Messi, desconectado, no aparecía. En su defecto, emergió Iniesta, ese señor cuyo talento es universal y admirable, hasta el punto de que consigue poner de acuerdo a todos los aficionados, sean del equipo que sean. El Atlético estaba sin bestia y enfrente tenía a Iniesta. Cuando el guión presagiaba desventura atlética, apareció Diego Ribas, esa bala de plata que Simeone reclamó durante meses. El brasileño armó la pierna desde la cara oculta de la Luna, amartilló un meterorito y la pelota, a modo de cometa envuelto en llamas, desvirgó la escuadra de Pinto. A Dios rogando y con el cholismo dando. El primer puñetazo era del Atlético, la némesis culé. Menudo toro.
El Barça, aturdido, se encomendó a Messi. Sin noticias del mejor de todos los tiempos, el zafarrancho de combate recayó en Iniesta y su talento universal. El pequeño gran hombre, el dios del fútbol en miniatura, levantó del piso al Barça, le devolvió al carril correcto y se dedicó a incendiar la noche en cada regate. Al Atlético le pesaban las piernas y el Barça se subía en marcha al tren de la gloria. De maquinista, Iniesta. En el vagón, Neymar, que definió con precisión de cirujano una perla de Andrés. El Camp Nou olfateó sangre y rugió con la fiereza de las grandes noches. El Atlético, herido que no vencido, fatigado que no reducido, resistía. El Barça ya no se conformaba con su habitual uno-dos, encaraba el tramo final pegando en serie y la defensa del Atlético comenzaba a agotar los adjetivos calificativos por su memorable esfuerzo para contener la avalancha.
Asediado, exhausto y sin su estrella, el Atlético volvió a competir hasta el tuétano, incluso cuando pareció ahogarse en mitad de la marea azulgrana. El Barça azotaba a dos manos pero el Atlético, todo cuello, no humillaba. Fueron quince minutos. Un suspiro para Iniesta, una vida para los atléticos. El escenario, Barça a golpe de corneta y el Atlético, encastillado en su área. El Álamo de Texas, piedra a piedra, hecho carne en Barcelona. Fue un muro heróico, de camisetas amarillas y carne colchonera, donde Iniesta, Neymar, Xavi y Messi chocaron, una vez tras otra, contra un portero que no recibe trato periodístico de santidad pero que también es milagrero. Parada a parada, Courtois alimentó el partido a partido. El Barça no traicionó su estilo, Iniesta fue un himno al fútbol y los culés se fueron a la cama pensando que merecieron mejor resultado. El Atlético salió ileso a base de compromiso. Y Simeone pudo sentirse orgulloso de unos jugadores capaces de morir en el césped si su entrenador se lo ordenase. Cholo heredó un muerto a cuatro puntos del descenso y ha devuelto un líder a cuatro partidos de ganar la Copa de Europa. Es de esos tipos que, como Rocky, nunca oyen la campana y siempre quieren un asalto más. El siguiente será en el Calderón. Ya saben, palabra de Cholo. Cojan el bolsito, suban al autobús y vayan a la cancha. Eso va a explotar.
Posdata: Querido lector, si usted ha llegado hasta aquí, sepa que este humilde cronista se declara absolutamente incompetente para poner un título épico a la altura del fútbol de Iniesta y del tamaño del corazón del equipo de Simeone. Ponga usted a este artículo el título que tenga a bien y disculpe las molestias.
