Hay unos indios rojiblancos que gastan sudor, lamen sus lágrimas y disecan su sangre en cada jugada, balón dividido o partido a partido que les toque resolver. Mientras los grandazos de capital, monopolio y especulación oxidan su interior, lavan sus trapos turbios, ya no en casa, sino más allá de las ruedas de prensa y comilonas; hay unos colchoneros del Manzanares que juegan a creérselo, que juegan a aquel jueguecillo al que todos jugábamos cuando pequeños: llegar a tocar nuestros sueños.
No se les acaba el discurso, la motivación. No se les roe el orgullo ni la tozudez de andar con la pierna en ristre en cada presión individual o por zonas, en cada una de las transiciones raudas de las decenas que generan por partido. No se les presenta la inoportuna melancolía de unos cuantos de por ahí, ni tampoco la petulancia de novatos galácticos en horas bajas. No señor.
El Cholo va creyendo en su paradigma, va dándole las últimas formas a su criatura-creatura, va consolidando su fe, sus ganas de soñar despierto. El Cholo va sentándose cada más cerca, ya no a la derecha, sino a la izquierda de aquellos que impusieron una marca-estilo-impronta-filosofía. El Cholo está a punto de patentar un prototipo global de la nueva era del fútbol post moderno porque tiene el trabajo casi hecho, casi la gloria, casi casi el Olimpo. Le falta solo aquello, solo aquello.
Mientras ellos se caen a pedazos, mientras Ancelotti inspira tristeza y Martino desamparo, el Cholo derrama multiorgasmía por doquier. Mientras azul y granas deshilachan sus rabias personales, sus dudas, sus segundas intenciones, sus broncas existenciales. Mientras blancos se debaten entre el glamour y la alfombra roja, entre el vacío de poder y los espejos de vestuario. Mientras pasa todo esto, los otros, los de carne y hueso, los de fibra, de huevos y sudor, dan pasos de gigantes para ser de una vez por todas aquellos que cambiaron la forma de sentir el fútbol.
